Cuando éramos chicas, siempre había algún tío o padrino que se disfrazaba de Papá Noel.
Nos juntábamos en la casa de nuestros primos y desde una terraza mirábamos las estrellas, mientras los más grandes jugaban a los gritos «ahí pasó el trineo», y los más chiquitos como locos. Sonaba el timbre y todos bajábamos corriendo las escaleras. Una de dos, o ya había pasado y los regalos ya estaban bajo el arbolito, o en una de esas mágicas ocasiones nos encontrábamos con el mismísimo Santa Claus que a los gritos nos llamaba por nuestro nombre y nos daba los regalos en la mano.
Hay una magia en ésta época del año que, a medida que uno va creciendo va dejando de lado.
Allá por el 2006 tuve la oportunidad de irme a vivir afuera y descubrí otro mundo, el de los adultos que celebran, algo que en mi casa se había dejado de hacer. A mi regreso, emprendí un viaje de aventuras: devolverle a mi familia la magia de la Navidad.
El primer paso, jugar al amigo invisible. Así, todos los años, los cinco adultos sacamos religiosamente un papelito y está en nosotros sorprender a la otra persona. Sea con pequeños regalos hasta el gran día (al mejor estilo Hanukkah), con cartas misteriosas o simplemente con unos lindos paquetes el 24 a la noche. Es una tradición que hoy continuamos.
No hay razón por la cual la magia de las fiestas debería desaparecer. Está en uno aprender a crear nuevas tradiciones, aunque en la casa los más chicos ya no vayan ni a la secundaria.
Está en nosotras encontrar ese momento mágico, bajo la luz de las estrellas, en una terraza, en un balcón, el jardín, o en la playa.
Namasté,
Betsy.-